Volvemos en avión para pasear por el aire. Ella me lo pidió con su modo pereza, con la voz que finge hastío y empuja los hombros hacia adelante y la nuca hacia atrás: que nunca viajó en avión, que no quería estar en el colectivo ocho horas, que para ir bueno, está bien, pero a la vuelta, Ayy, por favooooor, volvamos en avióóón… Primero le dije que no, que es muy caro. Y que además no hay aeropuerto en Pinamar, para eso hay que ir hasta Mar del Plata. Después compré los pasajes en cuotas. ¿Por qué no? ¿Por qué no hacerlo como un paseo aéreo? En vez de pagar paseos en catamarán y clases de surf…
Yo le había propuesto ir unos días a Córdoba, pero ella insistió con la costa: que la montaña es aburrida, que me encanta el mar. Ella consigue de mí lo que nadie pudo jamás. Con Ella, todo es ceder y ceder. Dejo de ser yo para ser la satisfacción de todos sus deseos. ¿Cuál es el límite? ¿Hasta cuándo voy a tropezar en mis propios no?
A la ida viajamos en colectivo. Salimos de Rosario a las once de la noche y a las siete de la mañana ya estábamos en la terminal de Pinamar. Durante el viaje no pude dormir. Ella sí, durmió varias horas con la cabeza apoyada, primero en mi hombro, después en mi falda.
Las valijas con rueditas se deslizaban contentas por el piso brillante de la terminal de Pinamar, anticipando la alegría del agua. La valija de ella rígida y con rayas de colores, más pequeña que la mía, blanda y roja.
Allá los taxis son blancos con techo verde. Nos subimos a uno y di la dirección de la cabaña de Ostende que reservé.
Era la primera vez que viajábamos solas las dos. Sabía que no sería fácil convivir ocho días con Hija de dieciséis, pero había que enfrentar algunos conflictos que arrastrábamos y nos arrastraban, nos arremolinaban, nos confundían y nos tenían días y días ofendidas, reactivas.
Cuando llegamos, una mujer que abrazaba revueltas sábanas blancas dijo estar limpiando nuestra cabaña. Dejamos las valijas en la administración y caminamos hacia la playa, que no está a cien metros del complejo, tal como prometieron, sino a trecientos.
Nos descalzamos al pisar la arena, cálida y seca al principio, más oscura y húmeda en la cercanía del mar. El rugido del agua me trae un recuerdo prístino, salvaje, indefinido, una sensación en la que ya había vivido. Sentada en la arena, amontono pecho y rodillas. Ella camina hasta el borde de espuma, lo toca con la punta del pie.
Desayunamos en el bar del parador. Me gusta ver el contento de mojar la medialuna en el café con leche, lejos del encierro de su habitación. Ella mira hacia el mar y dice Me encanta, me encanta el mar. Y veo en sus ojos un brillo que hacía tiempo no había.
En la cabaña desarma su valija; ubica todo en placares y cajones como si fuéramos a quedarnos un mes. Después vacía la mía y hace lo mismo. Se apropia del dormitorio con cama doble y a mí me asigna la camita del comedor.
Es que vos te levantás muy temprano, mamá. Y yo quiero dormir.
Acepto darle el privilegio de la única habitación, pero agarro un velador e improviso una mesita de luz junto al futón.
Más tarde almorzamos en el mismo bar del mismo parador, que además de no ser nada agradable resulta caro en exceso.
Después el viento fuerte, el sol pleno de la playa.
Yo ruego que conozca a alguien de su edad. Una cabaña idéntica a la nuestra, cerrada y quieta como una postal, espera a una pareja con un adolescente que llegará mañana, según me dijo el dueño.
Al volver, nos detenemos en el mercadito y compramos comida para cena y desayuno, un cepillo de dientes para Ella, toallitas “por las dudas”, porque está por menstruar y puede fallar la copita que trajo para estrenar.
El primer día de vacaciones en una ciudad desconocida es confuso, uno se bambolea entre el cielo y la tierra como si se hubiera desplazado el suelo, y no el cuerpo.
Despierto apenas el día empieza a ascender. Medito unos minutos. Después quiero ir a caminar por la playa, pero la idea de dejarla sola y dormida no me gusta. Así que preparo el mate y me pongo a leer en la galería. Hubiera preferido que se viera el mar, pero apenas veo las casitas de enfrente incrustadas en la calle de tierra y arena. Me cuesta concentrarme por estar muy pendiente de Ella.
Son casi las once, escucho el ruido de la puerta del baño, el agua correr. Dejo el libro y entro a la casa.
Digo Buen día, hermosa y golpeo la puerta del baño.
No recibo respuesta.
¿Te preparo el desayuno y vamos a caminar por la playa?
Por única respuesta recibo un No.
¿No qué? ¿No te preparo el desayuno o no vamos a caminar?
Las dos cosas.
Okey, entonces voy a caminar sola.
Hacé lo que quieras.
Ya son las once pasadas cuando empiezo a caminar hacia el mar con la carterita cruzando mi torso para llevar el teléfono. Atravieso la franja de carpas. Algunas familias ya se instalaron. Alquilar una carpa nunca estuvo en mis planes, pero hubiera cedido si Ella lo pedía.
Camino paralela al mar que viene y va, que se acumula y se expande.
Hace unos diez años me escapé sola a Uruguay, y a Ella la dejé con el padre. En ese viaje desconecté el celular. Además estaba en Cabo Polonio, en donde casi no había señal. Cuando volví me enteré de que se había roto la cabeza en un accidente y le tuvieron que dar varios puntos. Nunca me perdonó esa ausencia.
Camino menos de media hora y suena el celular.
Estoy aburrida, mamá, no sé qué hacer…
¿Dónde estás?
Acá, caminando por la playa, como te dije.
Su voz me obliga a retroceder. Todas mis esperanzas están puestas en el adolescente que está por llegar. Antes de entrar a la cabaña me topo con el dueño y vuelvo a preguntarle por esa gente.
Llegan mañana, creo que al mediodía.
Entro a la cabaña y la encuentro tirada en la cama con el celular.
¿Te hiciste un café o algo?
No.
¿Querés que tomemos un café en el bar?
Bueno.
Ponete protector, así ya nos quedamos en la playa.
Cuando estamos llegando al bar, propongo caminar y buscar un bar más lindo, otro parador.
No, me da paja, vamos a este.
Otra vez café con medialunas.
Le sugiero que no coma medialunas, que es casi mediodía.
Yo como lo que quiero y cuando quiero.
Hoy me vino y me puse la copita, dice, mientras hunde la medialuna en el café.
Ah, ¡qué valiente! ¿Y?
Una pavada, es re cómoda.
Buenísimo, yo ya estoy dejando de menstruar, si no la usaría.
Al rato estamos en la playa, sobre una manta azul con dibujitos que extiendo sobre la arena. Nos sentamos las dos. No hablamos. Quiero preguntarle si se puso protector, pero me contengo.
Hay bastante viento, digo.
Ella, por toda respuesta, esconde la cara entre las rodillas flexionadas.
Me pongo de pie y voy al agua, que está a unos diez metros. Llego hasta el borde de espuma y me quedo ahí, acerco un pie, luego el otro. Cuando el agua llega a los tobillos aparece Ella.
¿Qué hacés acá? No podemos dejar las cosas solas.
Ella se encoje de hombros. Tiene el celular en el bolsillo del short, le digo que si se quiere meter en el mar le tengo el celular.
Dice que no, que no quiere meterse.
Entrar en su mundo me resulta imposible. Trato de recordar qué quería yo a esa edad. Creo que en primer lugar odiaba a mi madre.
Al rato me da el celular y pide que le tome una foto. Se aleja, pone cara alegre, saca la lengua, quiebra la cintura. En unos segundos vuelve al estado anterior y extiende la mano pidiendo el teléfono. Mira la foto.
Salí horrible, dice.
Hermosa saliste. Hago un saludo al sol. Después me paro de cabeza. La arena es cómoda. Permanezco así unos minutos, mirando el mar al revés, la playa como cielo. Ella camina por la franja que me separa del agua. Verla al revés me hace bien, como si así fuera más fácil acceder a su mundo. La veo pisar la arena que ahora es mi cielo.
Se acerca adonde estoy, se para detrás de mí y empuja mis piernas hacia atrás, hacia el lado del mar. Cuando vuelvo a la posición corriente le pregunto por qué hizo eso.
Porque sos una ridícula, mamá. Todo el mundo te estaba mirando.
Más ridícula sos vos, que me empujás. Yo soy libre, hago lo que quiero y no me importa lo que digan los demás.
A mí me da vergüenza, siempre me hacés pasar vergüenza.