CAPÍTULO 1: AZÚCAR EN LA SANGRE
Silvia se metió a la regadera con todo y el camisón de seda rosa que combinaba con su piel blanca. No se quitó el anillo de bodas ni los aretes que parecían lunares nacarados en sus orejas. El agua que caía era tibia y la abrazaba. Eso le provocó cerrar los ojos para no ver cómo el líquido arrastraba la sangre de su hija recién asesinada. Al quedar limpia salió de la ducha. Sin secarse se sentó frente a su espejo confesor. Afuera, la bruma espesa del bajío mexicano destemplaba a la noche.
La maté.
Ante ese desahogo el espejo negó con la cabeza. Se había enfrentado al reflejo de Silvia desde años atrás. Las primeras veces que lo advirtió se confundía con los cuadros suntuosos que decoraban el baño. Con el tiempo se fue acostumbrando a esa mirada de azul desprecio, hasta aquella primera vez en que se inauguró el ritual: algunas veces, Silvia se sentaba frente a él para desahogar atrocidades.
Yo la maté, repetía. No fue su padre ni su abuelo, yo la maté.
Y sí, la niña Perla estaba en la inmensidad de la cocina sentada como una muñeca de trapo frente a un plato de galletas mordidas. Acompañada por la sangre que le goteaba. Con el peso de su cuerpo muerto inclinado hacia delante. Iluminada por la luna que inmortalizaría sus seis años.
En el baño Silvia también goteaba, pero agua. Parecía que los poros de la piel lloraban de a poquito. Hacía frío, sin embargo no lo sentía. Con los golpes que le dio a su hija también se le apagó la angustia. Estaba agotada de cargar con la maldición de ser gorda. No robusta ni llenita: gorda. Con dedos gordos, cabello gordo y ese vientre gordo que parió a dos hijas. La primera, que nació estrechamente bella y que murió a las pocas horas; y la segunda, a la que asesinó por gorda.
Un escalofrío sacudió la espina dorsal del espejo. Silvia volteó hacia atrás y descubrió que la ventana estaba abierta; se levantó para cerrarla. Antes de volver se refregó con agua una de las esquinas del camisón, gesto innecesario porque la prenda había quedado limpia después del regaderazo. Abrió el alhajero, se colgó un collar de perlas y entonces se volvió a sentar en el taburete frente al espejo. A un costado permanecía el pequeño altar que había instalado su esposo Calvin. Ella lo odiaba. Tenía flores siempre frescas y una estatuilla de Jesús Malverde resplandeciente y forjada en plata. No era un busto, como la mayoría de las imágenes del santo. Estaba de pie luciendo camisa tejana y cinturón piteado.
Debajo de la figura Calvin resguardaba la foto de una bebé muerta a la que se le marcaban las costillas. En noches como esa, Silvia la miraba anhelante.
Tan bonita que era mi primera hija. La primera Perla. Se merecía llamar así. Era flaquita, con los ojos azules como el agua. El instante que la tuve me sentí victoriosa porque había logrado transmitirle lo mejor de mí y borrar lo feo, hasta que aparecieron los espasmos que la arrancaron de mis brazos.
El doctor insistió en que no tuvo fuerzas para seguir viva, pero yo estoy segura de que tampoco le gustó el mundo al que había llegado, a pesar de que durante ese embarazo estuve tomando unas pastillas para no heredarle ni una gota de mi grasa y así tuviera la oportunidad de ser feliz.
Me hubiera encantado hacer lo mismo en mi segundo embarazo, cuidarme, no engordar, no engordarla, pero Calvin puso a un odioso hombre que me lo impedía. Y claro, pasó lo que tenía que pasar: un globo parió a otro globo. Además, prieta; tenía la piel color de llanta que mi madre detestaba.
El pediatra me insistió en que la niña tenía mucha azúcar en la sangre, por lo que sería necesario controlar su alimentación. Justo lo que el mundo necesitaba, a otra mujer cuidando su alimentación.
No me acababa de reponer cuando mis papás ya estaban en el hospital. La bebé dormía a un lado de mi cama. Al verla, mi mamá no quiso entrar al cuarto. Doña Dolores, como le digo cuando me trata así, señaló con un dedo hacia la cuna y dijo, por eso me opuse a emparentarnos con Calvin. Pero a lo hecho pecho, Silvia. Después vemos si vestida fino se arregla.
Al terminar de esparcir su veneno, se fue.
Mi padre sí entró. Caminó despacio. Su silencio me pareció eterno. Cada paso que daba me confirmaba que no me iba a preguntar cómo estaba. Solo abrió la boca para decir: tú y tu madre lo único que saben hacer es parir hembras, carajo, y encima esta parece chango.
Decidí que mi segunda niña también se llamara Perla, con la esperanza de que lograra ser como su hermana. De que en algún momento pudiera convertirse en algo valioso.
El espejo recordó cuando Perla entraba al baño a hurtadillas para ponerse los zapatos de su madre. Era clara y sonriente mientras imaginaba a un puñado de amigas cariñosas que le decían lo bonita que se veía.
Yo no quería hacer lo que acaba de pasar en la cocina. No quería. Pero lo que me asusta es que siento alivio. Por fin pude ayudar a mi niña. Era la única forma de asegurarme de que, ahora sí, nunca nadie la fuera a despreciar.
¿Soy un monstruo?
Comprá aquí Una Cabecita que Rebota
¿Quién es Laura Santos?
Laura Santos se considera la menos Santos de los Santos. Desde hace más de 20 años es textoservidora y no le hace ascos a ningún formato: fue corresponsal en Argentina del periódico mexicano Reforma, trabajó para una de las revistas a bordo de los aviones de Aeroméxico, fue redactora de un suplemento gastronómico e, incluso, de vez en cuando, hace notas de gatitos para blogs. Además, es cofundadora de Bocas Pintadas Editorial.
Nació en México, pero vive en Buenos Aires… extrañando. Por eso escribió Una cabecita que rebota, su primera novela, para estar allá, para ver si podía acercarse aunque fuera con un cuchillo.
Una cabecita que Rebota en los medios
Mención de Reynaldo Sietecase en La Inmensa Minoria (Radio con Vos)
Entrevista de Sergio Merino en Despiertos (Radio 10)