Capítulo 1 UN CRIMEN ATROZ
Corría el año 1974, el 1° de julio murió Juan Domingo Perón y yo encontré llorando a mi papá, por primera vez, sentado sobre una maceta en el balcón. Al día siguiente, Isabelita asumió la presidencia. Yo tenía ocho años y en esa época los adultos no se preocupaban por explicarnos la realidad a los más chicos.
Fue un invierno crudo, y lo recuerdo bien porque vimos a Julio, nuestro vecino, por última vez. La noche anterior mi papá le había sugerido que escapara, mientras intercambiaban revistas con la P mayúscula pintada de rojo, como con una brocha. Sarita, su esposa, una mujer que no era joven pero tenía un rostro de mármol, sin una sola arruga, siguió viniendo a mi casa todas las noches con los chicos y lloraba mientras mirábamos la tele. Solo los ruidos de los cubiertos y su llanto ahogado en pañuelitos bordados a mano acompañaban nuestro ritual.
Me imaginaba que éramos actores, mi casa un gran escenario y que nuestras vidas transcurrían frente a miles de ojos de los cines de la Capital Federal. No podía comprender por qué actuábamos así, como si no hubiera ocurrido nada.
Vivíamos en un pequeño departamento en Don Torcuato, hacinados y tristes. Junto a mi hermano sobreviví a distintos tormentos. Conocíamos el bien y el mal, pero no teníamos voz para pronunciarnos. En aquellos años, muchos adultos recurrían a distintos tipos de malos tratos, también de castigos físicos, para educar a sus hijos. Algunos los utilizaban como método disciplinario y otros solo para descargarse de un mal día o una mala vida.
Mi familia tenía un despacho de pan. Trabajábamos todos menos mi papá, que militaba en política. Por la mañana yo iba a la escuela y las tardes las pasaba entre facturas y galletitas. Aunque no me gustaba atender, me entretenía desplazándome sobre unos patines de rueditas y cintas color naranja que ataban los pies y los mantenían firmes. Corría de la balanza a las latas de galletitas Canale, Terrabusi, Bagley, con soltura y eso les llamaba la atención a los adultos. Les parecía divertido que una nena de piernas muy flaquitas se moviera rápida como el viento, de un lugar al otro del local.
Todas las mañanas, llegaba a traer la mercadería fresca Bugs Bunny, el panadero y repartidor. Mi mamá lo había bautizado así, secretamente, por su manera de moverse y zarandear la boca dentro de su cabeza angosta. Otros días, pasaba por nuestro negocio a la tarde, quizá para cobrar o traer las facturas frescas.
La tarde del 27 de septiembre, Bugs Bunny llegó consternado, casi sin aliento. Se bajó del Rastrojero azul caminando a zancadas y se paró frente a nosotras sin dejar de mirar el piso, como si hubiera buscado, ahí abajo, la explicación a esa noticia que no podía ser cierta. Era un hombre de mediana edad, algo calvo, con cabellos desperdigados a los costados de la cabeza, que peinaba con una pegajosa gomina. Siempre usaba la misma ropa: un jean y una remera rayada, cuando hacía calor, sobre la que se ponía un suéter verde con rombos descoloridos y deformes, los días fríos. Las dos prendas estaban llenas de manchas de grasa que la harina no lograba tapar. A mí me impresionaba, apenas aparecía me preguntaba si no tendría otra ropa para el reparto.
Hasta ese día, Bugs Bunny no pronunciaba más que monosílabos, o una o dos frases, siempre las mismas. Esa tarde noté que era un ser humano, nunca lo había escuchado hablar como lo hizo. A borbotones, con un hilo de voz, contó que habían encontrado a una nena colgando del campanario de la parroquia del colegio San Marcelo. Era una compañera de pupitre de su hija, de tercer grado.
Un infinito silencio se apoderó de nuestras almas. Mi mamá lo miraba fijo y restregaba un repasador que tenía entre las manos, pero no atinó a preguntar nada. Tiesa como una estaca. Muda. Sentí mucho miedo, busqué una respuesta que me alojara. Pero nada.
Al cabo de unos segundos, Bugs Bunny siguió su relato, por momentos inconexo. La nena de ocho años estaba en clase, había pedido permiso para ir al baño y no volvió más.
Conmovida por sus palabras y la expresión incrédula de su cara, me convertí en un fantasma por varios días y quizá algo de mí se perdió esa mañana. Había advertido una verdad cruel: los niños pueden morir y, además, pueden morir asesinados.
Al otro día me desperté y nadie explicó nada, como era habitual. Los adultos hablaban sin reparar en nuestra presencia y si nos animábamos a preguntar nos mandaban a callar. Con el tiempo comprobé otra verdad: muchos niños callan para siempre.
A la semana, casi nadie ya comentaba lo sucedido. Un manto de oscuridad cubrió la triste muerte de Anita Rivarola.
Comprá aquí La Niña del Campanario
¿Quién es Sonia Almada?
Sonia Almada, psicoanalista e investigadora en temas de género y especialista en la defensa y promoción de los derechos de niñas, niños y adolescentes, tenía casi la misma edad que Anita y también vivía en Don Torcuato. Nunca pudo borrar de su recuerdo aquel día nefasto. Por eso, hace un tiempo y después de más de cuarenta años de lo sucedido, inició una investigación solitaria y minuciosa, paso a paso, tras la búsqueda de la verdad. El resultado es este libro.
La Niña del Campanario en los medios
Entrevista publicada en Infobae
Entrevista publicada en Telam